Después de pasar los últimos diez años en Argentina, el bueno de Cundo vuelve a su pueblo en la cuenca minera de Asturias para asistir al entierro de su mejor amigo, Suso. Al parecer, Cundo se fue del pueblo para iniciar una nueva vida, en su primera juventud vivió al límite (dicen que se metía de todo) hasta que un buen día se marchó. Atrás quedaron su familia, sus amigos y su tierra, en cambio, su mejor amigo, Suso, no se fue con él, se quedó verlas venir. Después de diez años uno ha muerto y el otro todavía no ha encontrado el sosiego necesario para rehacer su vida.
La película La torre de Suso es tanto una historia de reencuentros, de dolor y espíritu de superación, un homenaje a los amigos que se quedaron en el camino, como un grito de solidaridad a aquellos que por su situación temen inicar una nueva vida. La historia emociona, está rodada para los que nos fuimos y para los que se quedaron en el pueblo; de repente tenemos que recoger la ropa, resguardarnos de nuestros sueños, pues ya no somos los jóvenes de antaño y no sabemos cómo aceptarlo.
Al tener un formato de comedia se aligera mucho el discurso, todo se sobreentiende con mayor facilidad, no hace falta mayor explicación: el enfretamiento entre padres e hijos, el alcoholismo latente en todo momento, el machismo imperante, la xenofobia en torno a la inmigración... Se retrata la dura realidad tal cual, sin justificarla, más bién sufriéndola para que quede claro que es necesario superar los perjuicios que les atan a la amargura: tienen que mirar más allá del valle, reconocerse en lo más hondo de su ser, sentirse heridos en su orgullo por el misero trato que reciben. Aunque no sean mejores, el que sean diferentes les hace ser por lo menos consecuentes con su pasado y mirar cara a cara al horizonte.
Los amigos se reunen en el entierro de Suso, lo celebran a la antigua usanza y en la despedida Cundo descubre que su amigo quería hacer una torre, era su último deseo. Al proponerlo nadie quiere participar, le dicen que se marche, que no tienen tiempo... la vida sigue: la precariedad en el trabajo, la soledad sin esperanza, las desavenencias familiares... todo es lo mismo, salvo lo de la torre, salvo esa necesidad imperiosa de ser capaces de mirar más allá y echarle el resto. Sin saber realmente por qué, Cundo se decide a construir la torre... tal vez cree que todo último deseo consigue responder a las incertidunbres que nos guían sin saber a dónde vamos, se deja llevar por ese instinto que otros denominan cabezonería y se pone manos a la obra.
La construcción de la torre hace que su estancia en el pueblo se alarge, que después de tanto tiempo diga lo que le ha rondado en la cabeza durante su exilio: confesarle a su madre que siente la mala vida que le dio, mostrar un poquito de cariño a aquellas chicas con las que tuvo alguna relación, y sobre todo darse cuenta de que puede tener su sitio en el valle. La figura más emblemática es la de Marta, que simboliza la acogida, la esperanza, la maternidad, una nueva oportunidad, con ella se queda Cundo para iniciar una nueva vida que sobre todo le exige templanza y dignidad.
La película tiene sus momentos más brillantes cuando se rompe con la comedia facilona y los personajes ahondan en la situación. Javier Cámara lo borda en esos momentos, se sumerge en el personaje adquiriendo la historia la hondura necesaria para que todo el planteamiento tenga consistencia, por ejemplo, en la escena en que le dice a su madre que está muerta, o simplemente al enfrentase a sus amigos para que le ayuden a construir la torre.
Estamos ante un homenaje a los que se fueron y no volverán, junto con su recuerdo permanece en nosotros aquel tiempo en que comenzamos a ser libres sin saber que los deseos también se cultivan en pequeñas parcelas que hay que cuidar y regar, pues están a merced de las inclemencias del tiempo. Aunque la soledad y el desamparo más profundo nos marcaron, conseguimos subir a la torre y salir del valle, luchamos hasta convertirnos en lo que somos: gente sencilla que ante todo busca el equilibrio y el sosiego.
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